Una mirada diferente

26.03.2020

Juan 4.1-26


Levantó los ojos, se puso de pie, reunió tanto valor como le fue posible y se aventuró a las pobladísimas calles de Sicar. Su paso apresurado y nervioso la conducía entre las casas de piedra y adobe que adornaban la pintoresca ciudad.

Con los dientes apretados y la cabeza baja buscaba escabullirse entre la multitud sin ser alcanzada por las amenazantes miradas de sus conciudadanos. Levantaba la vista lo suficiente como para no chocarse con ningún indeseado vecino y tener que sufrir una vez más el menosprecio y la humillación con que la veían.

Buscaba evitar todo contacto con la gente. La perseguía su propio pasado. Ya no frecuentaba ningún lugar donde hubiese siquiera un par de paisanos. El estigma sobre su persona era demasiado fuerte como para ser resistido y últimamente se había propuesto no exponerse más a situaciones incómodas. Se había juramentado no dar más explicaciones.

Al fin y al cabo, pensaba, su pasado era el resultado de una genuina búsqueda por ser feliz. Ella no buscaba nada más que amor verdadero. Algunos tuvieron la fortuna de conseguirlo, o al menos eso aparentaban. Otros se habían conformado a la realidad que les tocó y ya no estaban dispuestos a luchar más. Ella lo había intentado tantas veces sin lograr nada. Lo único que podía hacer ahora era resignarse a vivir lo que el destino decidió. Tratar de subsistir de la manera más digna aunque, consciente sí, de su oscuro pasado.

Logró por fin salir de la ruidosa ciudad y sus temores se fueron desvaneciendo poco a poco. Ya a campo abierto se hallaba libre de cualquier juicio sobre sus pecados. Ahora podía disfrutar de unos cuantos minutos de verdadera paz, de libertad. El radiante sol resplandecía en lo alto del celeste cielo y penetraba con sus rayos el rostro que ahora se levantaba y lo disfrutaba.

Llevaba en sus brazos un recipiente hecho de barro y se dirigía hacia un pozo de agua cerca de la ruta principal. Era un pozo muy antiguo pero que ya no tenía demasiado uso. Habían cavado uno dentro de la ciudad y nadie tenía ahora necesidad de venir a él, salvo algún que otro caminante que pudiera abastecerse de sus profundas aguas.

Al acercarse divisó la figura de un hombre sentado junto al pozo. Se alarmó por la presencia de este extraño pero decidió que de todas formas cumpliría con su cometido y luego se volvería a su casa. Tomó la misma actitud que tenía cada vez que entraba en contacto con alguien, encerrarse en sus propios pensamientos y mostrarse impenetrable.

Cuando se acercó lo suficiente como para bajar su tinaja a lo profundo del pozo notó que este hombre pertenecía a un pueblo enemigo. Eso la tranquilizó ya que supo que sería imposible cualquier tipo de contacto. Se despreciaban mutuamente.

Pero de pronto el absoluto silencio reinante se cortó con un abrupto pedido: -Dame algo para beber- dijo aquel extraño. Esas palabras resonaron en el aire seco de aquel lugar por unos pocos pero larguísimos segundos. La mujer, todavía sorprendida ante semejante petición, miró a su alrededor buscando algún otro receptor que no haya notado antes, pero no había nadie. Sólo ellos dos en la soledad de aquel camino, con el viejo pozo como único testigo.

Con cierta osadía elevó la mirada lentamente, sin todavía atreverse a levantar la cabeza, y colocó sus temerosos ojos sobre la figura de aquel que le hablaba. Con incredulidad pudo contemplar el rostro sereno, casi despreocupado de quien le acababa de pedir agua. En su expresión notó cansancio, como quien viene de caminar por horas, pero al mismo tiempo dulzura. No divisó ni una pizca de severidad o rudeza. Todo lo contrario. Sus ojos profundos no condenaban, amaban. Eran una verdadera invitación a mirarlos eternamente.

Trató de entender esta disparatada situación y le preguntó por todo este asunto. ¿Cómo era posible que un hombre, cuya reputación se desmoronaría por el sólo hecho de dirigirle la palabra, estaba dispuesto a hablarle siendo además de un pueblo enemigo?

Las palabras de este extraño no buscaron justificarse ni retractarse. Por el contrario apuntaron al centro de la cuestión. En un instante lograron abrir su corazón como abre la compleja llave el más duro y fuerte cerrojo. Dejaron su vida toda al descubierto. Pudo, en ese mismo instante, entender que ningún esfuerzo era suficiente para ocultar algo frente a este hombre que, lograba cada vez más, descubrir sus más íntimos sentimientos.

Hablaron un largo rato, como si el tiempo ya no existiera y lo único importante fuese ese instante en el que ella estaba escuchando las palabras más maravillosas que jamás hubiese oído. Esa mirada tan profunda la cautivaba. Esa mirada desprovista de todo tipo de juicio. Esa mirada omnisciente y compasiva. Esa mirada que ahora al fin lograba llenar ese vacío infinito que durante tantos años trató de llenar. Esa mirada que logró desvanecer su pasado y proyectarla a una nueva vida. Esa mirada que cambió todo. Esa mirada le devolvió la vida. Una mirada de amor. Así fue esa mirada. La mirada de Jesús.

Pedro Álvarez.

                                                                              


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