Un relato de Jacobo

27.03.2020

Lucas 7.11-17


Mi nombre es Jacobo. Junto con Juan mi hermano tuvimos el privilegio de vivir infinidad de momentos únicos al lado de Jesús. Me pidieron que relate alguno de los hechos que más impacto me causaron.

Uno de esos momentos que quedó grabado en mis retinas y que al cerrar simplemente los ojos me parece revivir, se dió en medio de un intensísimo viaje junto al Maestro.

Volvíamos de una gran recorrida por la tumultuosa Capernaúm y por fin ya nos alejábamos de aquella gran urbe con destino a un pequeño pueblo. Nos acompañaba muchísima gente en aquella ocasión. De toda la región las personas se nos unían tratando de acercarse, tanto como le fuera posible, a la persona de Jesús. La mayoría de ellos era gente sencilla, campesinos. Sus rostros bronceados a la fuerza por el inclemente sol de Galilea buscaban un pequeño lugarcito desde donde pudieran contemplar la figura del Maestro. No era fácil. Cada día más y más gente engrosaba las filas de los que caminaban expectantes tras sus pasos. Todos querían verle, todos querían oírle.

Era agotador para nosotros convivir día y noche con toda esa muchedumbre. Los gritos, las peticiones, los reclamos, la constante insistencia por acercarse un poco más nos producía un desgaste difícil de sobrellevar. Pero Él parecía inmutable. No perdía ninguna oportunidad para enseñar algo nuevo relativo al Reino o sanar cualquier tipo de dolencia en las personas.

Ese día descubrí una profundidad en Él que hasta entonces no había alcanzado. Ese día marcó para mí un antes y un después.

Al llegar a la entrada de la ciudad nos detuvimos al ver un cortejo fúnebre. Nos enteramos que era una muy triste historia: Una mujer viuda acababa de perder a su único hijo. Era doloroso ver todo aquel cuadro. Pensé para mis adentros: ojalá Dios nunca me permita vivir algo semejante. Se veía espantoso.

Mis ojos se volvieron de esa horrible escena hacia el rostro del Maestro. Y entonces comenzó a pintarse el cuadro más hermoso que pude en toda mi vida contemplar. Una mueca de dolor se dibujó en su cara, estaba absorto. Esta imagen lo había quebrantado. Podía sentir en sus entrañas el dolor de esa madre. Podía ver con nitidez la angustia que inundaba a esta mujer, el violento golpe de la muerte que azotaba su corazón.

Yo estaba atónito. No podía dejar de mirar los ojos compasivos de mi Señor. ¿Cómo podía ser que su corazón fuese tan tierno, tan sensible al sufrimiento ajeno? ¿Acaso no era Dios hecho hombre? ¿Hay algo que pueda conmover a un Dios al que nada puede afectarle?¿Cómo es posible ver a Dios sufriendo?

En ese momento un potente rayo de luz iluminó todos mis pensamientos. No era el Dios distante y lejano del que me habían hablado tantas veces. Dios no era así. Mis ojos fueron testigos del hecho más extraordinario que puede existir: Dios mismo pasando el dolor ajeno por Su propio corazón. Experimentando la amargura, el desconsuelo, la angustia, el más alto grado de tristeza en su propia carne.

La multitud todavía apretándole y exigiéndole continuar pareció no existir para Él en ese segundo, cuando se acercó lentamente a la mujer que lloraba sin consuelo la muerte de su hijo. ¿Qué haría? ¿Cómo lograría consolar ese corazón hecho pedazos?

Con su voz a punto de quebrarse le dijo: -No llores- Sólo eso. Una muy pequeña frase en la que se encerraba una verdad que a simple vista nadie lograba divisar. Era claro que si algo no se le puede decir a quien está por enterrar a la persona amada es "no llores". Viniendo de cualquier otra persona sería casi como un insulto. Pero lo había dicho Jesús, el Maestro. Los que lo conocíamos bien sabíamos que algo iba a ocurrir.

Se acercó al cuerpo inerte y le habló con la autoridad que sólo Dios puede tener para desatar las cadenas de la muerte. Su voz irradiaba amor en estado puro, amor verdadero, ese que coloca todo su ser al servicio del otro. Y esas palabras amorosas estaban cargadas también de infinito poder. De inmediato el joven revivió. Enseguida se lo devolvió a su atormentada madre, quien ahora llorando, pero de alegría, lo recibía nuevamente.

Ese milagro dejó una huella en mí que nunca se borrará. Claro que ver a alguien volver a la vida me parece extraordinario, seguro que lo es. Pero yo no puedo dejar de pensar en ese rostro. Esos ojos profundos del Señor absorbiendo el dolor ajeno y haciéndolo propio. Ese corazón inmenso que es capaz de sentir todo el dolor del que sufre y no descansar hasta brindarle consuelo. Eso no podré olvidarlo jamás.

Pedro Álvarez.

                                                                              


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