La incomodidad de Daniel

03.04.2020

Daniel 1:8

Aunque fue, con toda seguridad, el judío mejor posicionado de la época, ya que desde muchacho fue parte de la corte babilónica, no por eso se acomodó a una situación que parecía la ideal.

Si bien le había tocado la mejor de las suertes, siendo respetado por todo un imperio, alabado por reyes y sin ningún tipo de necesidad económica, aún así eligió no conformarse.

La clave de su vida la encontramos en el comienzo del libro que lleva su nombre, donde se nos cuenta que el pequeño Daniel se propuso no contaminarse.

Y es sorprendente entender que la contaminación a la que hacía referencia no tenía nada que ver con los grandes pecados de la época, los cuales los tendría en efecto todos al alcance de la mano, sino por el contrario, se relacionaba más con no adoptar de ninguna manera las costumbres de aquella nación.

La Biblia dice que no aceptó la comida ni el vino que provenían de la mesa real. La pregunta que debemos hacernos es: ¿Por qué? La respuesta más apropiada pareciera ser la relación que estos alimentos tenían con las divinidades locales.

Sin embargo, es cierto también, que Daniel se vio a sí mismo como un peregrino en tierra extraña. No era su patria, no era su tierra, no eran las leyes sobre la conducta y las costumbres que Dios mismo les había entregado las que gobernaban en aquel lugar. Era un verdadero advenedizo.

No estaba, por lo tanto, dispuesto a acoplarse a un sistema de valores basado en el culto al placer e inundado de altares dedicados a la corrupción moral y al egocentrismo.

Estaba decidido a vivir de una manera completamente distinta. No iba a ser uno más del montón permitiendo que a fuerza de presiones el tiempo lo lleve a contemporizar con el mundo de aquel entonces. Su más firme convicción se centraba en el hecho de que se consideraba a sí mismo un siervo de Dios. Esa unión a Dios lo desvinculaba de cualquier mundana profesión.

Su iniciativa inicial, queda claro, no fue un arrebato emocional de un ingenuo adolescente, carente de una mirada objetiva de su situación. Todo lo contrario. Encerraba una verdadera certidumbre que el tiempo fue aplomando y que lo guió durante toda su vida a los más altos estándares de entrega y consagración.

Al repasar su vida, sobra todo tipo de argumentación a favor de su disciplina espiritual, su abstinencia de los placeres, su determinación frente incluso a la muerte o su inmaculada vida de oración.

La vida de Daniel es una verdadera analogía de nuestro caminar cristiano.

Así como él, nos encontramos como peregrinos en una tierra que nos resulta (o por lo menos, debería resultarnos) totalmente ajena. Un lugar que nos ofrece los más variados y tentadores placeres, los cuales harían nuestra estancia mucho más confortable, si accediéramos a ellos.

También se asemeja en que existía la posibilidad para Daniel de vivir sin la necesidad constante, con el riesgo que esto implica, de confrontar continuamente. El estilo de vida del profeta no se parecía en nada a los estándares de aquel momento y sin lugar a dudas, el camino más sencillo era dejarse caer cómodamente en los brazos de la obsecuencia y la docilidad de la moda imperial. Pero hizo todo lo contrario, eligió no contaminarse.

Nos podemos identificar asimismo con la esperanza que lo acompañó toda su vida. Lo sorprendente de esta esperanza es que no tenía nada que ver con un futuro inmediato que mejorara en algo su calidad de vida. Aquello que lo tenía con las expectativas tan elevadas estaba más bien relacionado con salir de la tierra que ahora era su casa y que tan bien lo había tratado. Era ese deseo irracional, entendido sólo desde la lógica del que está enamorado de la Presencia de Dios, de volver a su amada Jerusalén, el asiento del trono de Dios aquí en la tierra.

Podemos identificarnos con la historia de este gran hombre de Dios sólo si, como él, nos sentimos incómodos en un mundo que nos invita una y otra vez a relajarnos en sus placenteras moradas. Podemos sentirnos compañeros suyos si estamos determinados a confrontar con el pecado hasta la muerte. Podemos comprender que nuestra vida es como la de Daniel si anhelamos tanto la Presencia de nuestro Amado que estamos dispuestos a perderlo todo en esta vida con el sólo propósito de ganarlo a Él.


Pedro Álvarez


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